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Fuente de la imagen: mvc archivo propio |
En
Juguetes en la oficina (M. Velasco, 2016)
[1], te comentaba el pequeño tractor, con su remolque, que tenía en la mesa del despacho en
SCAAVO (M. Velasco, 2005)
[2], al lado de la pantalla del ordenador y con el que en más de una ocasión me pillaron jugando. Les comentaba que me servía para no olvidar el duro trabajo en el campo de cada uno de los más de mil socios de la cooperativa (distribuidos en las cinco secciones productivas: almazara, aderezo, vitivinícola, suministros y crédito), ya fuera bregando con los olivos, las aceitunas, las vides o las uvas. También, lo utilizaba como relax y como reclamo para engatusar al niño que una vez fui, a que se quedara conmigo y me ayudara a superar las dificultades empresariales. Pues bien, Papá Noel me ha traído el apero mecanizado del que arriba te dejo una instantánea.
Y es que me quedaba ensimismado con la maquinaria de la niñez: cosechadoras, sulfatadoras, remolques… y tractores; flipaba con los tractores agrícolas. Recuerdo un John Deere blanco o aquel oruga que conducía mi hermano mayor, arando las dehesas de la Serranía de Ronda. Esos “colosos metálicos” que contribuyeron al brutal cambio del campo andaluz de la década de los setenta y los ochenta del siglo pasado, revolución silenciosa que hizo saltar por los aires los tradicionales métodos de producción agrícolas de aquellos tiempos, basados en la pausada fuerza animal, e incrementando la productividad, modernizando el sector y arruinando a los agricultores que no quisieron o no pudieron incorporarse o adaptarse a los nuevos cambalaches de la economía y de la vida misma.
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