Una vez más, el foco de la atención pública en mi país se posa sobre la corrupción, esta vez con el mediático
caso Koldo acaparando titulares. Las noticias se desglosan en detalles sobre presuntos sobornos, malversación y la figura de quienes supuestamente se dejaron corromper. Es una narrativa familiar, casi un guion preestablecido que se repite con cada nuevo escándalo: se señalan a los intermediarios, a los funcionarios, a los políticos que supuestamente sucumbieron a la tentación del dinero ilegal. Sin embargo, en medio de este clamor, una sombra persistente se cierne sobre la escena: el silencio y la impunidad de los corruptores. La paradoja es sangrante. Mientras se persigue con cierto y presuntamente subjetivo ahínco a uno de los eslabones de la cadena, a aquéllos que aceptaron las "mordidas" o facilitaron los tejemanejes, las empresas que ofrecieron las comisiones, las que idearon las tramas para conseguir contratos o licencias, las que regaron el dinero ilícito, a menudo parecen esfumarse del escrutinio público, o al menos de la condena efectiva.
Y lo más inquietante es que casi siempre son los mismos actores o estructuras corporativas que ya aparecieron en casos de corrupción pasados. Como si el
dramatis personae de la ilegalidad tuviera un elenco fijo de entidades que, pase lo que pase, logran surfear la ola de los escándalos, reinventarse y volver a las andadas. Aquí surge la pregunta obligada: ¿de qué sirven entonces los espléndidos órganos de
compliance de esas empresas? Esas sofisticadas estructuras, esos códigos éticos relucientes, esas auditorías internas que, se supone, deberían garantizar el cumplimiento normativo y prevenir justamente estos deslices. Parecen meras fachadas, un adorno institucional que se desmorona ante la mínima presión del beneficio ilícito. ¿Es que son ineficaces, son ignorados deliberadamente o, peor aún, son cómplices tácitos de una cultura empresarial que prioriza la ganancia rápida sobre la legalidad? La teoría nos dice que un programa de
compliance robusto debería proteger a la empresa de ser utilizada para fines delictivos y, en última instancia, atenuar o eximir su responsabilidad penal.
Pero si las empresas corruptoras se van de rositas una y otra vez, ¿Qué mensaje está enviando la Justicia? Y esto nos lleva directamente a interpelar a los órganos judiciales y a esa judicatura supuestamente experta en responsabilidad penal de las personas jurídicas. Con una legislación cada vez más desarrollada en esta materia, ¿por qué la balanza de la justicia parece inclinarse de forma tan notoria hacia el castigo de los individuos, mientras que la entidad corporativa que se benefició de la corrupción, que probablemente la instigó o la permitió, rara vez recibe el golpe que le corresponde? ¿Dónde está la ejemplaridad en la sanción a la persona jurídica? Es una pregunta que resuena con amargura cada vez que un nuevo caso de corrupción sale a la luz, dejando la sensación de que, al final del día, los corruptores, esos invisibles pero poderosos titiriteros del dinero ilegal, siguen operando con una impunidad desoladora. Y mientras esa dinámica persista, la batalla contra la corrupción estará condenada a ser una lucha con un solo brazo. Fuente de la imagen: mvc archivo propio.