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En cada momento de repaso de la agenda, detecto desajustes que se van generando. Por ejemplo, programo un máximo de media hora para escribirte en el alba y, cuando me descuido, llevo dedicándote cuarenta y cinco minutos. O como cuando planificaba dos horas de estudio al crepúsculo para la asignatura Derecho Financiero y antes de los primeros sesenta minutos el cansancio me vencía y empezaba a dar cabezadas. O esa reunión que se alarga más de lo pensado. O la finalización de ese informe que se atraganta. O esa visita inesperada. Y así sucesivamente.
Lo anterior puede dar pie a la siguiente reflexión: ¿Para qué programar? Tal vez, el quid de la cuestión se encuentra en convertirme en un experto de la gestión de los desacoples que se producen. Para ello, obviamente, hay que proyectar antes. El secreto debe encontrarse en la armonía entre una buena planificación de la agenda y la voluntad, paciencia y templanza para ajustar los desajustes que inevitablemente se registran (Fuente de la imagen: sxc.hu). Imagen incorporada con posterioridad; fuente: DaModernDaVinci en picabay.