Pero a mitad de la mañana, en un receso, repasando las cabeceras de los diarios digitales El País, la Vanguardia, 20 minutos, Cinco Días, Expansión… y los locales, me encuentro con un video Chat en ABC acerca de José Manuel Cerezo, experto en blog, y me lo he zampado todo. Cuestiones interesantes planteadas, contestadas por José Manuel (hasta me he animado y he participado, enviando mi consulta). Me ha gustado, ha despejado mis dudas y temores y me ha animado a escribir sobre un tema que le llevo dando vueltas durante dos semanas y que no me atrevía a comentaros por lo sensible, profundo y el respeto que le tengo.
Estas semanas estoy más feliz de lo normal (¡a saber!, ´flow´ diría Punset) y es por la situación político y social generada por las esperanzas de Tregua. He seguido con atención todo el proceso. Estoy contento con la actuación del Gobierno español (tocaremos madera), del Gobierno Vasco, del PSOE, del cambio de orientación política del PP, del PNV (Josu Jon Imaz no me disgusta), de Izquierda Unida y del resto de los partidos demócratas. No sé si soy consciente de la profundidad del problema y si soy o no objetivo, tengo familiares que desgraciadamente han vivido y viven de cerca la tensión que supone la situación en el País Vasco y me entristezco cada vez que escucho a una persona afectada directamente por ese contexto político. Por otro lado, esta semana estoy siguiendo el monográfico que Noticias Cuatro está ofreciendo sobre la Comunidad Andaluza, con motivo del Estatuto, ayer fue sobre la emigración y la inmigración (a propósito Iñaki, después de escucharte sobre el tema del paro, sigo pensando lo mismo de la futura estanflación española). Finalmente, he recuperado algunos proactivos contactos de foros y debates en los que participaba hace años. Y todos esos ingredientes, cocinados en mi mente, han propiciado que os cuente brevemente una de mis muchas sensaciones “con / y” en el País Vasco, por si puede servir de algo positivo.
Llegaba el verano de mis doce años, finalizaba mi primer curso en un colegio de enseñanza, aprobado raspado en todas las asignaturas. Mi madre me ayudó a preparar la maleta (de esas con diseño similar a las que aparecen en la serie "Cuéntame" ) y una noche del mes de junio me montó en el tren rumbo a San Sebastián (Donostia), junto con mis miedos, mi inseguridad, mi timidez, mi atenuada tartamudez, unos bocadillos de chorizo y de morcilla, botella de La Casera llena de agua y un rollo de papel higiénico de una sola capa, a modo de pañuelo, servilletero y para lo que hiciera falta. Me subí en el tren a las doce de la noche y me bajé en San Sebastián a las ocho de la tarde del día siguiente; un porrón de horas, primero asustado por unas personas que iban en mi compartimiento, con una vestimenta y un idioma extraños para mí; luego, más relajado (me ofrecieron amablemente naranjas y queso y sus continuas sonrisas y, sobre todo, su mirada me fueron tranquilizando), saqué la cabeza por la ventana y allí me tiré horas y horas con el viento dándome en la cara y desgajando esas lágrimas que sigo sin saber si eran de tristeza, desarraigo o de la humedad de la noche. Me conozco ese camino (tuve que hacerlo varios años, ida y vuelta), cómo iba cambiando continuamente el paisaje (hasta era bonito lo que veía).
Llegué a San Sebastián (Donostia) y allí me esperaba un familiar. Al día siguiente, a trabajar de aprendiz en un restaurante en la Parte Vieja. Empecé el primer verano clasificando cascos vacíos en la bodega (jopé, cuanta trina, fanta, cocacola, kas, zumo, cerveza – El León, la Keller, la Kronembourg, etc- vino –tinto, blanco, rosado – txacoli, sidra, … bebían esas señoras y señores), realizando tareas de limpieza y apoyando en momentos puntuales a los camareros en la barra. Terminé el último verano de adjunto al encargado de tarde. Fue el segundo año cuando fui consciente de la familiaridad con la que era tratado; le había cogido el ritmo al trabajo de la bodega, aunque aumentaron sustancialmente las cicatrices en mis manos (por los cascos de botella rotos) y así podía pasar más tiempo ayudando en la barra, el merendero y en el propio restaurante y, por derivación, me relacionaba con más personas. Este trato lo recibía no sólo de los directivos de la red de restaurantes, sino de los clientes (adultos y niños con sus padres), muchos asiduos. Recuerdo que me llamaban “Manolo el sevillano” (me cabreaba y les decía que era de Ronda, no de Sevilla). Hablaban en un idioma distinto al de las familias que me encontraba en el tren, pero que tampoco, inicialmente, entendía; vestían como mucho más moderno que en mi pueblo, pero algunos llevaban una boina como la de mi abuelo y sonreían amablemente, me miraban (sí, la misma mirada limpia que los ciudadanos del tren) y sonreían.
Y de vez en cuando, de forma drástica, se vaciaba de clientes el establecimiento. Al lado, en el Boulevard, los manifestantes, la policía, los autobuses incendiados y las pelotas de goma surcando el aire. Como ese primer día que viví la experiencia no había clientela y en otros restaurantes de la red sí, me pusieron en la espalda un saco de pan y ¡hala! sevillano, lo llevas a Amara. Junto con Patxi, el encargado, inocente de mí, cogí raudo y veloz el costal de pan caliente y me metí de lleno en la trifulca política que había en el Boulevard. Los manifestantes a un lado, los grises a otro y la extensa calle en medio, con mobiliario urbano destrozado. Y sigo caminando, cruzo la línea de los manifestantes y, en ese momento, se suaviza el alboroto hasta callarse y los grises dejan de tirar pelotas de goma (mis amigos de Ronda sólo querían que les trajera de regalo esas dichosas pelotas negras), cruzo la zona entre los manifestantes y la policía, bajo un silencio, silencio, y me topo con los escudos de protección de los polis, miro a los ojos del cansado robocot que tenía delante y éste me hace un hueco entre su compañero y él y me dejan pasar; seguí caminando y al minuto escuché el estruendo de nuevo. Llevé el pan al otro establecimiento (luego llegó Patxi con la cara toda blanca, me vio y me abrazó ) pero siempre que recuerdo esa situación vivida, renuevo en mi interior la confianza en las personas, sean de la clase que sean o del pueblo que sean, o de la raza o de la religión que sean, manifestantes o policías y, en este caso, los habitantes del País Vasco.
Innumerables historias vividas en los ratos de trabajo y de descanso, largos paseos por cada uno de los bellos rincones de esa ciudad y un baúl de bonitos recuerdos. Poco a poco, a lo largo de los años, mis lazos con algunos clientes se hicieron más grandes. Un alto directivo vasco del vasco Banco Guipúzcoano, cliente del restaurante, me regaló un verano una cartera con diez mil de las antiguas pesetas, para mis futuros estudios de Empresariales, decía (gracias, lo invertí en libros para mis amigos y para mí ) unos hijos de una familia me dibujaron el Puente Nuevo de mi Ronda (¡por fin! amo a Sevilla pero nací al lado de la Cueva del Gato); al finalizar el verano los directivos de la cadena, vascos ellos, me entregaban un sobre (guardo uno de ellos con mi nombre escrito) con un complemento salarial para mis estudios; etc., pero, sobre todo, guardo como oro en paño, las enseñanzas de esos vascos de boina, personas mayores, que me enseñaron muchas, muchas cosas de la vida, de cuatro a seis de la tarde en la alameda o jardín que hay al lado del Ayuntamiento y de la Concha. Soy una persona con suerte. Gracias, muchísimas gracias.
Allí aprendí a valorar la “cocina” y el valor de mi madre en poner la mesa cada día. Conocí los chipirones en su tinta, los callos a la riojana, los calamares a la romana, etc. y, como no, la tremenda variedad de pinchos y mi apreciado marmitako. También aprendí a chapurrear ese ¡idioma! que no entendía (y sigo sin entender): ardo beltz (vino tinto), ardo zuri (vino blanco) Garagardo o cerveza (cerveza), pintxo patata-arrautzopila jango du (va a comer un pincho de tortilla, o algo similar) etc. En resumen, un pueblo, como el gallego, el catalán, el extremeño, el andaluz, … personas, a fin de cuentas, con corazón, con sentimientos, con lágrimas de felicidad y de sufrimiento. Punset, otra vez te recuerdo hoy, cuando hablas de los experimentos con las ratas de Marmott y, en especial, la reivindicación del poder de las emociones, tan despreciadas durante décadas.
Bien, la suerte está echada; un grano de mi convivencia con el pueblo vasco. He disfrutado cada verano en San Sebastián - Donostia. A posteriori he llorado con cada muerte y extorsión a personas decentes. Hoy soy un poco más Feliz (esa Felicidad que antecede a la felicidad, según Eduardo Punset). Si trabajamos y ahorramos algunos euros (seguir las enseñanzas de Madre Teresa de Calcuta es difícil en mi actividad profesional, pero, al fin y al cabo, es sólo escasez material, que no espiritual), este verano quiero proponer a mi familia visitar la ciudad, no por mí, que la llevo grabada en mi corazón, sino para dar la oportunidad a que se grabe en el corazón de mis personas queridas. Saludos.