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La razón de ser de este principio es clara: dado que la AP existe para defender los intereses generales y no posee soberanía por sí misma, debe ser la ley[2] la que defina esos intereses y respalde sus acciones. Además, si una actuación administrativa tiene la capacidad de restringir o limitar la libertad de las personas ciudadanas, solamente la ley puede autorizar que tal restricción se lleve a cabo. Para cumplir con sus fines, las normas otorgan a las AAPP ciertos poderes o potestades. A veces, las normas son sumamente detallistas sobre cómo debe actuar la AP, regulando cuándo y cómo debe hacerlo; éstas son las potestades regladas[3]. Otras veces, las normas le conceden a la AP un margen de libertad más amplio para decidir cuándo y cómo actuar, lo que conocemos como potestades discrecionales. Por ejemplo, la capacidad del presidente del Gobierno para nombrar a una ministra o un ministro, o la normativa general de carreteras, son potestades donde la Administración cuenta con mayor margen de maniobra. A pesar de que pueda existir este margen de maniobra, toda decisión de la AP debe estar orientada hacia los intereses generales, debiendo realizar lo que sea mejor para la ciudadanía en su conjunto. De hecho, se considera ilegal, y podría constituir un acto de corrupción o desviación de poder, si se utiliza el poder público para beneficiar a unas pocas personas o causar un daño sin justificación[4]. Fuente de la imagen: mvc archivo propio.
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[1] como cuando se concede una subvención, una beca, una autorización o una nota positiva en un examen
[2] Como manifestación de la voluntad popular.
[3] Un ejemplo de potestad reglada es el ejercicio de la autoridad sancionadora o tributaria o el otorgamiento de becas a estudiantes, donde la ciudadanía puede anticipar la decisión y, si ésta no se ajusta a la norma, tiene derecho a recurrirla.
[4] Adicionalmente, la AP debe respetar los principios de "buen gobierno" establecidos en la legislación de Transparencia.
