Poco pan quedaba, así que en la fría mañana malagueña de sábado santo, me animé y salí a comprar churros para el desayuno. Los recuerdo de la infancia rondeña, cuando visitábamos el pueblo, con motivo de alguna festividad o necesidad. Ahora que lo pienso, cuando hice la primera comunión, allí estaba, el único chico junto a las chicas, en el chocolate con churros posterior al religioso evento, vestido de marinero, sin haber pisado un barco ni conocido el mar. Los aceitosos no eran los preferidos. Los “madrileños”, a base de patata, ni fu ni fa. Los típicos de la zona donde habito, sí.
Decir que también me gustaban las porras, churros fríos, que saboreaba, años después, en las largas estancias profesionales en Madrid (España). El secreto de la receta supongo que se encuentra en un poco de todo: la masa, el tiempo de freír, el aceite, hasta el frío debe afectar y, por supuesto, la amistad y la familia. Compré media docena de redondos, parecido a los tejeringos, que son más finos. La señora me atendió muy amablemente. Gracias. Ya en casa, con un humeante doble café con leche, me puse las botas, hasta el punto que el hartazgo me duró pasada la hora del almuerzo. Me acordé de mis ancestros y me reconforté. Te dejo una foto del manojo, previo al festín. Falta el junco de la infancia, que los traspasaba y servía para trasladarlos a la mesa. Por la tarde, el aroma seguía en el viejo Mate. Hoy, toca resurgir de las cenizas, cuan ave fénix de la nada.