domingo, 8 de julio de 2007

El tren de los escobazos

Fuente de la imagen: Merio en pixabay
No soy muy feriante ¿o se dice "feriado"? Suelo ir esporádicamente, cuando quedo con algún amigo o por motivos profesionales (comida de empresa u otro evento similar). Ayer tocó por cuestiones familiares. Me lo tomé con filosofía. Lo típico: el traje de faralaes (vestido de flamenco/a en Andalucía, España) y ropa cómoda para los demás. Quizás, eso de tomármelo con serenidad, que no resignación, preparó al cuerpo para lo que iba a venir. Llegamos a la zona de las atracciones. Allí estaba el saltamontes, carruseles de varios formatos o diseños, hinchables, coches de choques, scalextric, caballitos, Y ¡cómo no! el tren de los escobazos. Luego, los puestos de chucherías, tiro al plato y gran variedad de peluches. Al final, las casetas de las asociaciones, comunidades y grupos de amigos/as.

Cuando el querubín se montó en la primera atracción, uno de los carruseles, de golpe me teletransporté a finales de la década de los sesenta del siglo pasado. Allí estaba yo, con mi padre, en la feria de ganado de mi pueblo, que aglutinaba a una inmensa cantidad de personas de todas clases; que suscitaba una gran expectación y animación en la Serranía de Ronda (Málaga, España), lográndose una actividad comercial y económica nada despreciable. Sí, por la mañana, el mercado de los animales del campo, la compraventa de caballos, yeguas, mulos, mulas, burros, burras, etc., y el inconfundible olor del gremio. Por la tarde – noche, la feria tal y como se conoce actualmente. En Ronda se celebraba en la alameda que daba al Tajo. Un año me llevó mi hermana mayor. Me montó en todas las atracciones de niños. Luego, me devolvió a la casa de mi abuelo y siguió ella con sus amigas y allegados.

Me enfadé tanto por ese “desaire” que me volví a vestir y me fui de nuevo a la alameda. Suerte que encontré a mi hermana. Estaba junto a sus amigas en los temas de su edad. No me regañó. Me dio un beso, me compró una manzana acaramelada y la acompañé durante toda la noche (creo que le cambió la suerte, porque al día siguiente estaba como más contenta). Gracias, hermana. Te quiero. De las atracciones, la que menos me gustaba, o más recelaba, era el tren de los escobazos. El obstinado payaso se ensañaba a crueles estacazos con los pasajeros de la atracción; al menos, así es como lo recuerdo, hasta el punto que algún niño salía llorando. Me teletransporto de nuevo a la época actual y me encuentro a mi familia montada en el respetado tren. “¿Qué hacéis?” grito ahogadamente. Nadie me escuchó o de mi boca no salió ningún sonido. Empezó aquello a dar vueltas y me resigné a ver el sufrimiento de mis seres queridos desde la barrera. 

¿Sufrimiento? ¡Qué sufrimiento! ¡Se lo pasaron bomba! Y es que el payaso era un profesional. Me atreví a mirarle a los ojos y descubrí pasión por lo que hacía. Manejaba la escoba magistralmente. Se dejaba quitar su herramienta en más de una ocasión y, al final, inundó de globos a toda la clientela. Juraría que le dedicó un tiempo a cada una de las personas que estaban montadas en los amorosos vagones. ¡Bravo! Finalmente, nos sentamos en la caseta municipal a tomar un tentempié, mientras la orquesta tocaba canciones variopintas y sus cantantes me hacían adentrar en la fantasía de los concursos de la tele (operación triunfo, factor x, mira quien baila, etc.), pensando que igual algunas de las voces de la noche podían estar, en un futuro, en la cima anhelada por todo artista: su particular tren de los escobazos. Imagen incorporada posteriormente; fuente Merio en pixabay.