domingo, 28 de septiembre de 2025

El laberinto de Muzan

Fuente de la imagen: mvc archivo propio
La experiencia de sumergirse en la oscuridad y el fulgor de “Guardianes de la Noche - La Fortaleza infinita”, sentado codo a codo con seres queridos en la tarde sabatina trasciende la mera visualización de una película, convirtiéndose en disfrute compartido. La pantalla se iluminó y nos arrastró inmediatamente a un laberinto de arquitectura imposible, ese reino retorcido y desquiciado que es el Castillo Infinito, un espacio que se pliega sobre sí mismo como una mente al borde del colapso, cortesía del progenitor demoníaco, Muzan Kibutsuji. Lo que presenciamos fue una sucesión de batallas, pero, también, la antesala del final de una era, el estallido de un clímax largamente gestado. Cada fotograma es una proeza técnica, un espacio donde el estudio Ufotable recrea el movimiento con una fluidez casi sacra. Los alientos de la espada se manifiestan como explosiones acuáticas o ráfagas de trueno, con colores vibrantes y sonido envolvente, haciendo que sintiéramos el crujir de los huesos y el corte limpio del acero. En este torbellino visual, los héroes se encuentran dispersos, enfrentándose a las Lunas Superiores, esos demonios de élite cuyas historias pasadas se revelan en flashbacks lacerantes que humanizan, aunque sea por un instante, la monstruosidad que combaten.

Vimos a Tanjiro, el corazón de la saga, empujado hasta el límite de su resistencia física y moral[1]. La película no teme al sacrificio; al contrario, lo eleva a la categoría de testamento. Las muertes y los enfrentamientos de los Pilares (los Hashira) son momentos de una intensidad brutal y bella, un recordatorio de que las mayores cargas las llevan las almas más nobles. Estos guerreros, que alguna vez parecieron iconos inalcanzables, se revelan aquí como almas frágiles y heroicas, unidas por la filosofía del deber y el afecto silencioso por sus camaradas más jóvenes. Sentir la tensión colectiva de la sala en cada golpe o la respiración contenida ante una revelación dramática, es un testimonio del poder narrativo que esta obra posee. Al final, La Fortaleza Infinita es una historia sobre la redención y el amor incesante: el amor por los caídos que exige venganza y el amor por la vida que les obliga a no odiar. Es un golpe en el pecho y una caricia en el alma, una ópera de sangre, sacrificio y esperanza imposible que, al concluir, nos dejó, en esa tarde de sábado, un poco más helados y, a la vez, más vivos, con el eco del rugido de los cazadores resonando en la oscuridad del cine y ansiando la segunda parte y, parece ser, una tercera película. Dos horas y media manteniendo la atención.
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[1] Y muy brevemente a su hermana Nezuko, Zenitsu e Inosuke. Supuestamente tendrán más protagonismo en la segunda o tercera película.