Escribe la poetisa japonesa Jessica Katayama: “Me gusta la primavera, porque me ofrece flores de cerezo; son pequeñas y perduran exiguamente, pero lo poco que subsisten es bastante para llenar mi corazón de alegría”. Trepaba el niño por el cerezo. No me gustaba mancharme con la resina que supuraba de sus cicatrices, puesto que mi madre luego reprobaba los lamparones barnizados por toda la ropa. Me encaramaba en una de sus sólidas ramas y me deleitaba con el delicioso manjar que me ofrecía el viejo árbol: sus cerezas. Esas remembranzas surgieron al ver las instantáneas que Teo me envió por wasap, contándome su odisea en la recolección de las guindas por las faldas de Sierra Nevada (Granada, España), en el extenso término municipal de Monachil. Las evocaciones trajeron otras remembranzas, como los frutos que, por esta época, desayunaba, almorzaba o cenaba, en las primaveras de mi niñez (dicen que los recuerdos son como las cerezas, coges una y se engarzan varias).
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Leo en la inmensa biblioteca virtual que sus orígenes se adentran entre el mar Caspio y el Negro. Cuenta Amiano, que Plinio el Viejo relataba la vicisitud del general romano Lúculo (siglo I), que llegó a Cerasunte, hoy Giresun, la capital costera turca, tropezó con la fruta y, siendo de su agrado, la llevó consigo de regreso a Roma. En cuanto a sus propiedades alimenticias, son excelentes remedios para el tratamiento de la hipertensión y recuperación de la tonicidad muscular. También, parece que sus antioxidantes propician una piel nutrida y algunos de sus compuestos actúan de relajantes y gestación de dulce sueño. Transcribo un fragmento del canto de Jean Baptiste Clement en “Le temps des cerices" (El tiempo de las cerezas): “Quand nous chanterons le temps des cerises, sifflera bien mieux le merle moqueur”: “Cuando vuelva el tiempo de las cerezas, silbarán mejor los mirlos burlones”. Finalmente, te dejo un reportaje, alojado en Youtube cortesía de Valle del Jerte, dedicado a la cereza de esa zona del norte de Cáceres.