Indudablemente, la tecnología existente aporta beneficios brutales en el marco de relaciones profesionales o, incluso, personales. Puedo estar charlando con un contacto de Huelva para un futuro trabajo, manteniendo los perfiles laborales en las distintas redes sociales, asistiendo a clases universitarias o interesarme por un familiar que estudia fuera de España, todo ello desde Málaga, sentado confortablemente en el porche del hogar y disfrutando del clima (bueno, con una rebeca puesta, porque en estos días ha bajado un poco la temperatura).
Pero no debo olvidar seguir cultivando el contacto directo, aunque sea para tomar un café por la mañana o un vino después de una conferencia. Sí. Debo tener cuidado, porque estos beneficios tecnológicos, que lo son, pueden convertirse en peligros para la evolución de mi perfil como persona, por ejemplo, conformando relaciones menos personales y más virtuales. Asimismo, este maremágnum tecnológico en el que me toca vivir, genera un oscuro componente de flojedad en mis interacciones directas con terceros, contrayendo la certidumbre, confianza, raigambre y toque exclusivo de los mensajes que emito o recibo en esos escasos momentos de relaciones "humanas".