El viernes acompañé a mi familia a un cumpleaños, que tuvo lugar en un cálido entorno hogareño, con una estratégica y agradecida chimenea y unos amplios y laberínticos espacios, que invitaban a jugar, relacionarse o, simplemente, disfrutar del ambiente y observar sus múltiples detalles. Sin quererlo, me ensarzé en un proactivo diálogo político-institucional con un recién nombrado representante de un importante colectivo malagueño. La pregunta del anfitrión sobre qué iba a tomar, me devolvió al motivo de la reunión. Me apetecía un vino tinto. Senté la prudencia y dejé suelta la sinceridad. Se acercó a la magnífica barra, surtida de exóticas bebidas, y buscó. A punto estaba de decirle que lo cambiara por un vaso de agua o una cerveza, cuando me presentó una botella negra, con etiqueta blanca y un nombre impreso: “PAGO FLORENTINO”. La descorchó y, pasado unos minutos, me sirvió una copa. La tenue luz me impidió captar el color. El cóctel de fragancias que pululaban en el ambiente imposibilitó hechizar el olor. Pero el paladar se inundó de sensaciones aterciopeladas, matices frutales y veteranos taninos. Lo acompañé con un trozo de tortilla española. Me encantó. Como ya me conoces, sabrás que, una vez en casa, busque la bodega: Pago Florentino.