Rosa del rosal regalo de mi madre y que planté en la aspiración a jardín que rodea el hogar. Fuente de la imagen: mvc archivo propio |
Te tocó vivir unos tiempos difíciles, supongo como a todas las madres. En la década de los sesenta en Andalucía el campo era muy duro para una pequeña explotación agrícola como la vuestra. Paradójicamente, la quiebra del negocio familiar y las becas de la transición española me posibilitaron un futuro educacional distinto al que me habría deparado si la huerta hubiera marchado mejor. La enfermedad de papá, los problemas, los vacíos sociales, la economía, el cuidado de tus hijos pequeños, los cambios políticos… todo lo afrontaste con fuerza y dignidad. Ahora tengo ganas de llorar. No detecté en tus ojos ni una lágrima cuando me montaste en el tren para trabajar los veranos en un lugar lejos y extraño. Tampoco descubrí emoción cuando asentiste la incorporación a los estudios superiores[1]. Evoco aquellos domingos de primeros de empresariales, cuando venías de Ronda a visitarnos, cargada de comida, hasta el refrito del arroz y la casera con vino te traías del pueblo.
¡Cómo festejaban mis amigos tus visitas! Imagino que, como yo, a duras penas freían un huevo con patatas y la comida de los comedores universitarios dejaba mucho que desear, por lo que tus arroces con carne eran una fiesta. Rememoro aquellas cartas que recibía con un billete de quinientas pesetas. Madre ¿Cómo podías con tu paga de pensionista, 38.000 pesetas, llevarlo todo adelante y mandarme dinero? Posteriormente, las titas me contaron que a duras penas llegabas a final de mes. Te quitabas la comida de la boca para que pudiera tener un casete para escuchar las cintas de la asignatura de francés del Instituto[2]. Tu fuerza interior lo movía todo, lo superaba todo, incluso el cáncer por partida doble. Como todas las madres, era tal su sensibilidad, adaptación y, en síntesis, inteligencia maternal, que en mis difíciles años de adolescencia[3] ella posibilitaba que los encuentros con mis amigos los realizáramos en nuestra casa.
Cerraba las cortinas, nos dejaba utilizar el casete para escuchar música e, incluso, en los últimos años de la pubertad, nos compraba aquellas bebidas que veía que nos gustaba: una cerveza cruzcampo y poco más[4]. Un fin de semana se presentó un amigo con una botella de Martini. Nos pusimos a jugar al ajedrez, las damas, a contar nuestras frustraciones con las chicas y a unas risitas, lo típico de la edad. Nos tomamos el Martini y fin de velada. Hete aquí que a la semana siguiente nos encontramos en el sitio del mueble bar reservado a las bebidas, una botella de Maritrini. Tal fue la risotada sana de mis amigos para con mi madre que todavía resuenan en mis oídos emocionales: ¡Ha confundido el Martini con el Maritrini! ¡ja ja ja! La botella también se vació en un ambiente muy ameno y proactivo. Hoy, todavía me pregunto ¿confundiste el Martini con el Maritrini o es que el presupuesto no te llegó? Ahora, realmente, estoy llorando[5].
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[1] Es como si lo supieras de antemano.
[3] Finales de la década de los setenta y principios de los ochenta.
[4] Eran otros tiempos.
[5] Os dejo. Posdata: Querida madre. He hablado con todos tus hijos y te queremos y te añoramos. Sé feliz en la dimensión en la que te encuentres (Formato de texto modificado posteriormente).