jueves, 18 de septiembre de 2025

Los tres pilares de nuestra libertad

Fuente de la imagen: mvc archivo propio
En el marco de la asignatura Administración y Legislación Ambiental, del Grado en Ciencias Ambientales de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Málaga (UMA), y bajo el método docencia participativa (M. Velasco, 2006)[1], que llevo practicando desde que ejerzo de profesor sustituto interino en la UMA (M. Velasco, 2024)[2], la tarde la pasé trabajando la estructura del estado democrático de mi país. Y es que en el corazón de cualquier Estado que se considere democrático late un principio fundamental: la idea de que el poder no debe concentrarse en unas pocas manos, sino que debe estar repartido para proteger nuestra libertad. Para entender cómo funciona esta estructura, podemos pensar en el Estado no como una entidad lejana, sino como una gran organización que hemos creado como sociedad para servir a los intereses de todas las personas. Antiguamente, en los regímenes absolutistas, todo el poder recaía en una sola figura, como un rey o monarca, que legislaba, gobernaba y juzgaba a su antojo. La finalidad del Estado era, básicamente, satisfacer los deseos del soberano. Sin embargo, a partir de revoluciones como la francesa y la americana, surgió una nueva concepción: el Estado democrático, donde la soberanía, es decir, el poder supremo, reside en el pueblo. Ya no se trata de un poder ejercido contra el pueblo, sino para el pueblo. 

Fue un filósofo francés del siglo XVIII, llamado Montesquieu, quien articuló la idea que hoy es la base de las democracias modernas. En su libro "El espíritu de las leyes", observó que el poder absoluto tiende a corromper y que la única forma de frenarlo es con más poder, creando un sistema de equilibrios y contrapesos, conocido en inglés como "Checks and balance". Propuso dividir las funciones esenciales del Estado en tres ramas distintas, cada una asignada a un órgano diferente, para que se controlaran mutuamente. Estas tres funciones son: legislar, es decir, crear las normas; ejecutar, que significa llevarlas a la práctica para atender las necesidades de la ciudadanía; y juzgar, que consiste en resolver los conflictos aplicando esas normas. La primera de estas ramas es el poder legislativo, que tiene la misión más importante: crear las leyes que rigen nuestra convivencia. Como esta función emana directamente de la voluntad popular, se encarga a las personas que elegimos como nuestras representantes en las elecciones. En España, este poder lo ejercen las Cortes Generales, que están formadas por dos cámaras: el Congreso de los Diputados y el Senado. Sus integrantes redactan y aprueban leyes y tienen la tarea de supervisar y controlar al gobierno. 

Por ejemplo, cuando se debate una nueva ley de educación o se aprueban los presupuestos del Estado, es el poder legislativo el que está trabajando en nuestro nombre. A continuación, encontramos el poder ejecutivo, que es el encargado de la "acción de gobierno". Este poder lo ostenta el Gobierno, compuesto por la presidencia, vicepresidencias y los ministerios. Su trabajo consiste en poner en marcha las políticas públicas y ejecutar lo que dictan las leyes aprobadas por el legislativo. Si, por ejemplo, se aprueba una ley para mejorar la sanidad pública, es el Gobierno quien debe gestionar los recursos y las acciones para que se construyan nuevos centros de salud o se contrate a más personal sanitario. Es importante saber que, en nuestro sistema, no elegimos directamente a la persona que presidirá el Gobierno; son nuestros representantes en el Congreso quienes lo eligen. Esto es diferente a lo que ocurre en países como Estados Unidos o Francia, donde la ciudadanía vota directamente por su presidente. Finalmente, está el poder judicial, la rama encargada de impartir justicia. Su misión es juzgar y asegurarse de que lo juzgado se cumpla, resolviendo los conflictos que surgen en la sociedad aplicando el derecho. Está formado por juezas, jueces, magistradas y magistrados que son independientes, inamovibles y que sólo están sometidos a la ley. 

Para garantizar su imparcialidad y profesionalidad, no son elegidos por la ciudadanía ni nombrados por el gobierno, sino que acceden a su cargo a través de oposiciones basadas en sus conocimientos jurídicos. Este poder resuelve pleitos entre particulares y controla que las actuaciones del Gobierno se ajusten a la legalidad, protegiendo así a la ciudadanía de posibles abusos del poder. Si una persona considera que una decisión de la Administración Pública vulnera sus derechos, puede acudir a los tribunales. Este diseño de separación de poderes no es perfecto ni tan nítido como se formuló en un principio. En la práctica, el poder ejecutivo suele tener un gran protagonismo, sobre todo cuando el partido del Gobierno cuenta con mayoría en el Parlamento, lo que puede debilitar el control que este último ejerce. Además, aunque la función de legislar corresponde al poder legislativo, la inmensa mayoría de las leyes que se aprueban tienen su origen en propuestas del propio Gobierno. Aun así, este sistema de división de poderes, con sus controles y equilibrios, sigue siendo la principal garantía en un Estado de Derecho, un Estado donde todas las personas, incluidas las que gobiernan, están obligadas a cumplir las normas. Es el mecanismo que busca asegurar que el poder, que emana de nosotras y nosotros, se utilice siempre para servir al interés general. 
___________________
[1] Velasco-Carretero, Manuel (2006). Docencia participativa. Sitio Educación, Formación y Empleo. Visitado el 18/09/2025.
[2] Velasco-Carretero, Manuel (2024). Modelo Pedagógico Centrado en el alumnado. Sitio Educación, Formación y Empleo. Visitado el 18/09/2025.