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Fuente de la imagen: mvc archivo propio |
Si eres
follower de este sitio, conoces que mi idilio con la Fórmula 1 comenzó de la forma más gloriosa posible: con Fernando Alonso y sus dos mundiales. Aquellos años fueron pura euforia, una explosión de alegría cada domingo, la sensación de que éramos invencibles, que el talento español dominaba el mundo del motor. Yo, que hasta entonces miraba los coches de carreras con cierta indiferencia, me enganché de lleno, vibrando con cada adelantamiento, cada estrategia, cada victoria que nos ponía en lo más alto del podio. Pero, ay, la Fórmula 1 es tan caprichosa como emocionante. Después de esas dos cimas, mi camino como aficionado se convirtió, y no es exageración, en un sufrimiento operativo constante. Ver a Fernando pelear como un león, sacar oro de donde solo había hierro, rozar la gloria una y otra vez para luego perderla por un punto, por una décima, por un fallo mecánico o una estrategia desafortunada... eso es algo que solo un verdadero seguidor puede entender. Cada temporada era una montaña rusa de esperanzas y decepciones, con ese nudo en el estómago que me acompañaba desde el sábado de clasificación hasta la bandera a cuadros del domingo. Era una agonía dulce, porque siempre estaba la fe en que "este año sí", pero la realidad, tozuda, se encargaba de recordarme lo cruel que puede ser este deporte. Aquellos tiempos fueron una lección de resiliencia, sí, pero también de cómo la pasión puede ir de la mano de una frustración casi crónica.
Te cuento lo anterior porque después de un tiempo sin pisar los cines, esta semana me animé a ver la película de F1 protagonizada por Brad Pitt. Y, la verdad, fue una experiencia curiosa, puesto que, acostumbrado a la crudeza de la realidad, a los datos, a las retransmisiones puras y duras, ver el glamour de Hollywood aplicado a la Fórmula 1 fue un contraste. La película, sin entrar en detalles que te destripen la trama, me volvió a sumergir en ese mundo de velocidad, riesgo y drama humano que hay detrás del asfalto, mostrándome presión, las relaciones entre pilotos, la adrenalina. Y es que como fan que ha vivido la F1 desde las trincheras del sufrimiento, la historia me hizo reflexionar. Por un lado, recordó por qué me enganché: la pura emoción de la competición, la habilidad sobrehumana de los pilotos, la tensión de cada carrera. Por otro, hizo pensar en la narrativa, en cómo se construye el relato de un deporte tan complejo. Aunque la ficción siempre tiene sus licencias, lograba capturar esa esencia de la lucha, del compañerismo y la rivalidad y de la búsqueda incansable de la perfección. No es lo mismo que ver a Fernando Alonso jugándose el mundial en la última carrera, claro, pero te lleva de nuevo a ese cosmos que, a pesar de todo el sufrimiento, sigue teniendo un magnetismo innegable. Fue una buena excusa para volver a sentir la velocidad, si bien esta vez desde la comodidad de ver una película y sin la angustia de un campeonato en juego. Gracias, Familia, por la invitación. Fresquito se estuvo en el cine.